sábado, 3 de septiembre de 2011

Tribulaciones de un hispano en Argentina

Parece que fue de este modo: los romanos llegaron, pongamos, hace dos mil años a España, y se encontraron una tierra por donde los conejos brincaban por doquier; conejos saltando; conejos, en fin, y le pusieron a la península, para bautizar a la provincia que terminarían anexionando, Hispania, tierra de conejos. De ese modo, al menos, se expresa una reputada corriente (no la única) de filólogos. El mundo continuó -lógicamente- dando vueltas, y los hispanos a sus cabezas, etcétera, y mil quinientos años después, los hispanos que viajaban al exterior y regresaban a la península ponían en su boca las palabras: volver a "España". Se ve que ya entonces los hispanos éramos una raza para los que el celo en los actos y acometidas de proyectos constituía un aspecto secundario de los mismos, esto es, que usábamos la expresión acomodaticiamente. Y fue ahí sedimentándose el término España, no más que "Hispania" pronunciado con todo el relajo atribuíble a los futuros degustadores de flamenco, paella, sol, playas, toros, y otras verdades.

Sólo unos quinientos años después, el hispano que les habla llegó a la Argentina.

Argentina es un país latinoamericano, o hispanoamericano, o sudamericano; americano, en fin, un país no europeo con unos moradores similares a los españoles, los cuales no son seres americanos. Sólo nos separa el idioma, en palabras de Borges. Aquí aquí es acá, el autobús es el colectivo o el bondi, el pitillo es el puchito, los céntimos son centavos, follar es coger, camiseta es remera, ordenador es compu, taquilla es boletería, el tabaco LM normal es LM común, americana es saco, maletín es attaché, croissant es media luna (oh, poesía), pastas son facturas, dinero es plata (guita es guita), Oye es che, tú es vos, tienes es tenés, comprá es compra (una orden imperativa a ambos lados del Atlántico), comer y comidita pueden ser cenar y cena, dar de hostias es cagar a piñas, leggins son calzas, los taxis son amarillos y negros. El Zapatero de acá es Cristina Kirschner, el Hereu de Barcelona, Mauricio Macri; la derecha, el partido radical (acá me equivoco seguro, y será el partido de Rodríguez Saá y no el del vástago del Alfonsín original), la izquierda: peronistas... (me pierdo, peronismo semeja definir el propio sistema); Barcelona es Boca y Real Madrid River (sobre este extremo las tesis difieren).

Pongamos un hombre que viene de Barcelona, que es una ciudad cuyas calles son como ríos y que aboca su contenido al mar (el Mediterráneo, tan querido de Serrat, acá idolatrado), cuando Buenos Aires, capital, Baires o Bs As, es una urbe cuyas calles son como mares y que, más o menos, se aboca al océano, el Atlántico (con eso está mucho dicho).

Aquí yo he oído que hay un muchacho de Barcelona que en la facultad de Derecho pretendió o jugó a perorar, o procuró -sencillamente- arrojar un poco de luz, acá, sobre Don Quijote de la Mancha y la Constitución española, no más que un desliz surrealista que a buen seguro olvidarán los surrealistas argentinos, más concentrados en el trabajo serio de Buñuel y de Dalí. Ese muchacho, Coronas, ha empezado a recorrer el centro y los barrios de Buenos Aires llevando su currículum en mano y depositándolo allá donde los rostros caritativos le ofrecen una sonrisa, o tal vez un asiento, que aún no le han ofrecido. Las entidades que ha visitado eran productoras de televisión. En la última de ellas, tras cruzar mares urbanos y suburbanos y brincar cordilleras suburbanas para alcanzarla, el diálogo generado -en extracto- fue el siguiente:
-¿Cogéis guionistas?
Y ella respondió, con una sonrisa (atentos):
-Cogemos, cogemos guionistas. Ignoro si en este momento estamos "cogiendo" guionistas. Pero tus datos quedan en la base de datos -que es la agenda.
Che, ojalá le llamen! ;)

miércoles, 16 de febrero de 2011

Desintegrador Celular, S.A. y Ernest Hemingway

Ayer fue ayer (y ayer está en el artículo o episodio anterior), distinto a hoy, y hoy es hoy y el viento que manda mis pasos, es decir, la empresa de trabajo temporal, me tenía reservado un nuevo destino. Despliego el abanico que, hasta la fecha, alimenta mi singladura laboral (y que consta desarrollado en los artículos o episodios previos de este blog): abandoné el desempleo para ingresar en una agencia matrimonial de reciente creación, que hacía aguas por todas partes; después intenté colocarme en el ramo del taxi, mi mayor fantasía; no pudo ser, de momento, y me alisté en el ejército, acabando por participar en la guerra durante una semana, y regresando en la fecha pactada para firmar mi contrato con la compañía El Taxi Loco. Los cuales me emplazaron para más adelante ("paciencia" dijeron), y la empresa de trabajo temporal me colocó de detective. Detective privado no era exactamente lo que yo quería, aunque desempeñé mi labor, no obstante, con el celo que se exige a cualquier profesional y persona íntegra. Dejadme, en este punto, detenerme unos instantes en esta cuajada profesión de investigador. A un investigador se le ha de decir: siga a esa persona, a esa mujer, mi esposa, a ese directivo, el ogro de la competencia, a ese mutualista, a ese asegurado, que afirma que su pierna no funciona... Hágale fotos, imprima esas fotos, preséntenoslas en un bloc, etcétera, esto es: hágase con un acervo de pruebas, pero resulta que pretendían que yo sacara conclusiones también, o sea, que fuera algo más que un mecanismo ejecutor. De acuerdo, traté de sacar conclusiones, intento no ser una persona complicada. No acerté con un suicidio. Dictaminé: según el cuerpo probatorio, es un suicidio, pero la policía presentó las mismas pruebas a un juez y el fiscal dijo que había indicios de asesinato y pidieron más pruebas y el juez sentenció que había sido un homicidio y, en este caso, además, un asesinato. Bien, tengo la conciencia tranquila, hice lo que me pidieron.

Pero ignoro por qué me distraigo tanto. Una vez he dejado atrás mi faceta de detective, la ETT (Empresa de Trabajo Temporal) me ha hecho una nueva oferta, la cual no me he visto con cuerpo de rechazar: Qué le parece, Fulanito, me han dicho, un laboratorio de desintegración e integración celular. Bueno, he respondido yo, venga, dónde está ese laboratorio (con buen ánimo, no sin previamente ahogar un suspiro, el taxi porfía en seguir escapándoseme).

Me he presentado en el laboratorio; la faena consiste en lo siguiente: llega un cliente que padece una serie de necesidades orgánicas que no se ve capaz de resistir o las cuales no le viene en gana o no le apetece resistir y entonces llaman al empleado, yo, por ejemplo, y se procede a intercambiar los organismos del cliente y del empleado, y este último deberá -deberá intentar, como mínimo, aquí es donde entra la ética- resistir esas tentaciones orgánicas que el cliente no se va a poner a enfrentar. Claro, no es tan fácil amigos, lo lógico es que os hayáis dicho: "intercambiar organismos", ya, pero cómo. Pues de este modo, todo tiene una explicación: yo me meto en una máquina, una especie de huevo metálico tipo el de la película La Mosca y el cliente se mete en otro huevo idéntico y ambos somos desintegrados celularmente y transmitidas estas células al otro habitáculo, en donde nos corporeizamos de nuevo. Esa es la explicación. En realidad, sin embargo, creo que me he explicado mal, pues lo que a fin de cuentas sucede, como veremos, es que las almas son lo intercambiado: yo me pongo en el cuerpo del cliente y el cliente en mi cuerpo.

Iba a venir una chica pero al final vino un chico que está obsesionado con un par de kilos de más que tiene. Lo cierto es que no es obeso, mas afirmar que es delgado sería una falsedad; es indubitado que cuatro o cinco kilos menos le sentarían de maravilla, pero no nos hallamos ante una urgencia, tal es el hecho. Estas apreciaciones, sin embargo, no importan. El cliente desea embutirse en un uniforme de marino de la Armada, una especie de traje de primera comunión, y el contrato dice que yo deberé llevar su cuerpo durante tres días y perder tres quilos. Joder, he dicho, cómo se pasan, quiero ver el convenio colectivo. Lo de alegar que quiero ver el convenio colectivo debería hacerme reflexionar, han alegado mis empleadores: no seas quejica, quisquilloso, complicado, y yo he pensado: pues también es verdad. Y me he puesto en ese cuerpo. Creo que me ha entrado miedo pues me he visto obligado a ahogar el impulso de decir: no metan a ese tío en mi cuerpo (y él ya estaba en mi cuerpo), no sé, me he dicho que iba a holgarme, a dejármelo fláccido si estaba un poco gordo (¡pero está como yo! No más, manías mías), quería decirles: oigan, metan su alma en un software, algo tipo Tron, no sé, pero me han respondido que en Tron podía morir, y yo les he dicho: era un ejemplo, hombre, no se lo tomen literalmente, pónganlo en un software de descanso, donde se duerma mientras yo le volteo estos tres quilos... Pero al final lo han dejado dentro de mi cuerpo. En fin.

Sólo entrar en ese organismo del tipo con cinco quilos de más las ganas de comer se me llevaban, como una mano ahogándome, aprisionándome el cuello y sólo husmeaba la escapatoria metiéndome a devorar. Pero: mi contrato, mi ética profesional. He aguantado. El primer día he tomado 3 litros de agua por la mañana y 3 litros por la tarde; después un huevo duro (por las proteínas). El segundo día he tomado 3 litros de agua y 2 litros de té por la mañana y por la tarde me subía otra vez por las paredes pero a la vez desfallecía, y supogo que todo el mundo ve claro que un desfalleciente no va subiendo por las paredes pues ni tiene fuerzas ni es spiderman. El tercer día, milagrosamente vivo, he entrado en un supermercado y con extrema violencia he asaltado la panadería-chuchería-pastelería y cuando iba a incumplir el encargo han desconectado la máquina. El cliente se ha ido satisfecho: 3'92 kilos menos. Ha dejado propina.

Fui destinado a Desintegrador Celular, S.A. -así se denomina la empresa- durante una semana (a ver si a su término puedo firmar con los de El Taxi Loco) y el encargo que he recibido a continación ha consistido en distraer el organismo de un ludópata. Al final, justo cuando me iba a colocar a ese tío de Teruel que había venido a Barcelona para encargar esas 24 horas, los jefes han optado por contar con otro empleado para la labor.

Mi tercer encargo (o segundo efectivo) ha consistido en ocupar el organismo de un suicida durante otras 24 horas. Ha sido horrible. Nada más entrar en él todo ha quedado oscuro por completo. Yo estiraba los brazos en vertical tras hacerlo en horizontal (y certificarme hollando un pozo -o intuyéndolo, más bien-) mas no alcanzaba punto o reborde alguno. Sin salida. Todos los términos eran absolutos. No sé cómo he acabado con mis huesos en un piso, mis huesos se han desintegrado e integrado en una vivienda, en otro lugar, sin solución de continuidad. Había un balcón. He salido al balcón y he mirado abajo, pero no he tenido valor. He ido a la cocina. He visto las hojas de los cuchillos. Pero no he tenido valor. Cuando he salido a la calle los coches que transitaban por la vía pública me han tentado poderosamente, pero no he tenido valor y, en adición, todo eran dudas sobre completar el acto proyectado. Tres cuartos de lo mismo ha ocurrido en la parada de metro Catalunya, línea roja. Creo que en la verde mi conclusión no habría diferido un ápice.

Estaba temblando. Entonces he regresado al piso y me he detenido ante el espejo del recibidor y he visto a Ernest Hemingway, o al hijo de Ernest Hemingway, o al nieto de Hemingway, o a un sobrino de Hemingway, vestido de marinero, y en el cajón de la mesita -mis manos nerviosas, perdidas, desesperadas- he descubierto una pistola.

martes, 15 de febrero de 2011

Detective privado, la Sombra y el nieto de Humphrey Bogart

Es cierto que en el artículo o episodio anterior yo estaba en la guerra, y que compartía trincheras y cocina con Tobey Maguire, que yo me había alistado por una pura cuestión de supervivencia (arriesgaba mi vida por una cuestión de supervivencia -laboral-) dado que una semana constituía el ínterin de vacío hasta mi rúbrica de un contrato con la compañía El Taxi Loco, donde iba a desempeñar el puesto de taxista, como es sencillo colegir. Bien, es cierto que lo dije, pero las novedades son: igual que El Taxi Loco me había pedido paciencia una semana antes, abocándome a alistarme al ejército, estallando la guerra casualmente al día siguiente, una guerra que yo sospeché se libraba contra nuestro vecino francés pero no, el enemigo era Andorra, ni eso sabía yo, tan despistado iba, ahora que Tobey Maguire sabía menos aún, o sabía tanto como yo, esa es la verdad; esto es, retomo el tronco del asunto: igual que la compañía de taxis me pidió una demora hasta la firma del contrato, pasada esa semana en la cual consistía la demora solicitada yo abandoné la guerra y el ejército para ir a firmar mi contrato, y la guerra terminó, qué casualidad, al día siguiente, firmándose el armisticio con Andorra, y acudí yo a firmar lo mío, que era el contrato del que hablaba, y la entidad taxística me pidió más paciencia (usaron la misma palabra que la primera ocasión en que pospusieron mi ingreso a la empresa, "Paciencia", Paciencia Fulanito), o sea: que todavía no se podía firmar el contrato. Así, me encaminé hacia la Empresa de Trabajo Temporal responsable de colocarme en el mundo del taxi.

"¿Qué le parecería de detective, Fulanito?", me dijeron, qué les parece. No había trabajo de taxista, bien, y me ofrecieron ser detective por una semana, había una vacante. Es lo que había; "Es lo que hay", me dijeron. Nosotros no hacemos el mundo laboral, dijo uno de los co-gerentes, De hecho, es el mundo laboral el que nos hace a nosotros, apostilló el otro, mordiendo una barrita de regaliz -pero no una de esas pastitas negras sino un tronquito natural- hasta partirlo, sus dientes eran radiantes, de anuncio. Les dije que vale, que sería detective.

¿Y qué hice después? Pues antes de incorporarme al mundo de la investigación me fui a tomar un café o un whiskey, ya vería, a El Loro Loco, que es la taverna que tengo debajo de casa y que no se halla muy lejos de la Empresa de Trabajo Temporal.

Me coloqué en la mesa que es testigo de gran parte de mi cotidianidad y ordené el famoso café. No me hallaba distante de la esquina de la sala, esquina que se hallaba en penumbra, o en franca oscuridad, así era. ¿Detective, eh?, dijo una voz, la voz provenía de la sombra del recodo, adiviné o conjeturé que allí habría situado un velador y, según parecía, un cliente correspondiente que disfrutaba de su consumición en la privacidad que habilita la ausencia de luz. Toda esa tontería, ese misterio, esas chorradas me eran indiferentes y me traían al pairo, y por tanto le respondí, le dije que sí, que detective, qué pasa, aunque a continación reflexioné y añadí: Cómo coño lo sabe. Lo único que pude obtener fue una risita soterrada, una risita que sospecho pretendía resultar simpática más que echarme en cara el dominio ajeno sobre mi contexto. ¿Estás contento, o tenías de veras ganas de ser taxista? Yo respondí: Bueno... Lo cierto es que la conversación con la sombra aún divagó en unos términos igual de pertenecientes al arroyo emocional durante unos minutos, sin alcanzar puerto alguno (ni vislumbrarlo), hasta que me despedí y me fui.

Y comencé a trabajar de detective.

Aquel cuarto olía a muerte. No me pregunten cómo puedo decirles que olía a muerte. Que olía a muerte era un hecho. El olor a muerte es un olor como a cerrado, mas infunde un cosquilleo nasal que durante una microfracción de segundo irrita las fosas, para de inmediato retornar esas fosas a la calma, esa calma estúpida de lo que ya no tiene remedio, una calma triste. Cuando la calma es violenta eso significa que aún hay remedio, pero no me pregunten qué significa todo esto, un detective, un investigador privado es el perrito de su instinto; yo, Fulanito, investigador privado, no soy dueño de lo que siento sino sólo vehículo.

Mi cometido consistía en investigar un presunto suicidio, esto es, escarbar entre las pistas, por si alguna de esas huellas, pelos o colillas nos permitía preguntarnos si el cadáver era responsabilidad de un segundo compareciente, o de un tercero. Cadáver, decía, cuchillas, bañera bañada en rojo carmín, era desagradable. Era desagradable pensar quién sería la persona encargada de limpiar todo aquello, y era enigmático pensar qué suma representaría que tal labor estaba bien o correctamente pagada. Al parecer, los padres del pobre occiso habían abonado los costes de una semana de investigación, unos padres escasamente confiados en el aparato estatal o autonómico de policía.

Me fui a tomar otro café. Y después pasé por un supermercado y opté por internarme entre sus pasillos hasta dar con un bollycao o alguna pasta, un paseo que habilitase la libertad de mi mente y el trabajo neuronal, ¡reclamaba a mi instinto!

En ese momento me abordó un muchacho de unos veinticinco o treinta años, vestía un pullover gris, ignoro el porqué pero tal rasgo me llamó la atención. "¿Sabes quién soy?", dijo. "Y yo qué sé", le respondí. "Soy el nieto de Humphrey Bogart", añadió. Ahí pensé: esto es un lío de no te menees. La verdad es que el chico parecía, tampoco sé explicar el motivo, parecía, digo, un detective, por sus tontos ojos extemporáneos. Entonces decidí que iba a redactar un informe: El muchacho se había suicidado, fin del asunto.    

viernes, 11 de febrero de 2011

En guerra y con Tobey Maguire

Hoy en día se cambia de trabajo como se cambia de chaqueta o se cambia de ropa interior, que es un hábito que alguna gente debería impulsar de una forma seria en sus vidas, so riesgo de afectar a sus relaciones personales; y no hablo por mí, que guardo memoria impoluta de las escasas damas con las que alterno... De nuevo estaba desviándome del asunto, se cambia de trabajo con facilidad, decía, o se cambiaría, de no ser por la pertinaz y recalcitrante crisis, se cambia, diremos, disculpad el zig zag o choteo, tal vez esto último, mil excusas, decía que se cambia de trabajo o que yo cambio de trabajo, o, más bien, que yo he cambiado de trabajo. Y si no fijaos: abandoné la agencia matrimonial La Buena Elección en loor de afectos y buenaventuranzas; la jefa, aquella de la cual os referí con lujo de alabanzas por sus francas maneras y ejercicios de corazón varios artículos o episodios atrás, aquella que se iba a hacer millonaria con el negocio... (poor girl), la jefa, decía, al anunciarle yo: Me marcho bendita mía, se puso a llorar como un cocodrilo, o como María Magdalena (más que "como una magdalena", pues las magdalenas, que yo sepa, no lloran, y si alguien sabe de una magdalena que llore que corra a registrarlo), y ese llorar del que os estaba hablando a mí me sacó los más bellos deslices de ojos y las flatulencias de corazón menos irreversibles que he atestiguado en mi castigado organismo. Tanto me apené que a punto estuve de mandar a paseo mi nuevo contrato de taxista, para reingresar ipso facto en la agencia (matrimonial) con los brazos abiertos. Me quería casar con mi jefa, que es obesa y chata, tímida hasta la enfermedad y con mal gusto para el vestir, que ni siquiera es joven.., pero qué voz tiene, qué vulnerabilidad, qué flauta hipnótica. Al final no me casé con ella pero me fui con lágrimas en los ojos, que viene a ser lo mismo, ¡amor puro!

Y llegué a la compañía El Taxi Loco a la que había enviado mi currículum falso con mi documentación falsa preparada por si me la pedían, pero no me la pidieron; me pidieron: Tenga usted paciencia. Antes me anunciaron que, en efecto, la firma de mi contrato se demoraría al menos una semana, y que hasta entonces no podría empezar a trabajar. Lo que quise hacer con mi interlocutor, el gerente, fue esto: alargar mis dos brazos en paralelo, asir cada una de sus mal depiladas y en consecuencia peludas orejas, y estirar en sentidos opuestos; estirar con una fuerza irresistible (término absoluto de aplicación en todo el ámbito de este Universo nuestro). Mas lo que en realidad hice fue: el gesto que ahora describiré. En pimer lugar proferí ¡Horror!, y entonces compuse el ademán -pictórico, como averiguaréis en una microfracción de segundo- del cuadro de Edward Munch El Grito, que fue robado hace unos años del muy expugnable museo municipal de Oslo y devuelto hace menos años de los que hace que fue robado. Después el gerente me pidio que me marchara pues sospechaba que yo deseaba arrearle un bofetón.

Así, así quedaron las cosas. Total que yo me dije: necesito ingresos para sobrevivir esta semana.

Y me enrolé en el ejército.

Y al día siguiente estalló la guerra.

La guerra era con Francia. No me quedó claro (creo que no presté atención cuando el cabo lo explicaba) si éramos nosotros los invasores o eran ellos, el caso es que nos estaban movilizando.

Así, el tercer día yo estaba pasando la noche en una trinchera situada a la altura de la frontera pirenaica, esperando refuerzos del cuartel más cercano, situado en Jaca, Alto Aragón, que es donde me habían destinado.

Mi plan era desertar.

Pero necesitaba el dinero.

El caso es que el quinto día seguía en las trincheras, en dicha fecha pelando patatas, que se ve que es una tarea ingrata que asignan a los soldados rasos menos señalados por la fortuna. Patatas. No están mal, pensé para darme ánimos y levantar la moral de la tropa, en este caso yo. Mas al recordar que un teniente, o un cabo, o sargento, o un capitán, mariscal yo creo que no era, por la ausencia de medallas, dijo que nadie tiraba un tiro pues todavía estábamos esperando la provisión de balas (se ve que no teníamos ninguna, lo que era grave), pues, en fin, que mi moral siguió en el lecho de mi psique aventurera, no se movió de donde estaba.

Vino entonces a suceder, a entrar en solfa, la personificación del motivo que da título al presente artículo o episodio. A unos metros de mí, en la penumbra del fondo de la cocina, había un grumete (digo grumete para escupirle un tinte cinematográfico -o absurdo- a la escena) que también cortaba patatas. Yo lo recordaba de las trincheras, donde solía matar el tiempo (y no a los enemigos) tocando la armónica. Cuando levantó la cabeza, yo le dije: Oye, ¿tú no eres Tobey Maguire? Y él dijo: No, no. Y al cabo de unos minutos le dije: ¿Estás seguro de que no eres Tobey Maguire?, y él se limitó a repetir sendos monosílabos, no, no. Hasta que yo, claro, estallé (había pasado mucho estrés desde que me despedí de la agencia matrimonial): ¡Joder, tú eres Tobey Maguire, a mí no me engañas! Tú protagonizaste, por ejemplo, Spiderman de Sam Raimi. La segunda entrega está bien. Se te ve un tipo simpático. Y por tercera vez él negó la verdad. Dijo, Tobey: Cómo voy a ser Tobey Maguire, es decir, esa persona que tú dices, si por lo que has mencionado es un actor y su nombre es americano; cómo va a haberse enrolado en el ejército de un país europeo, eso no tiene sentido alguno, Ful Anito (por lo que vemos, él no ignoraba mi nombre y mi apellido, lo que no dejaba de ser sospechoso). Sin embargo, lo que decía el presunto Tobey Maguire era cierto: no tenía sentido lo que yo había puesto en mi boca. En adición, el acento del grumete no delataba una procedencia de ultramar. Aunque no se tratara de un grumete sino de un soldado raso. No fui capaz de escarbarle sutilezas a mi interrogatorio y opté por callar, a la espera de mejores ideas.

Lo que ocurrió después, lo de que mi presión obligó a confesar al tipo, así como el vertido de la más febril de sus fantasías, consistente en rodar un remake de Taxi Driver (comentario que, por supuesto, me acarreó un pesado reflujo de cuitas laborales, amén de evocar las exactas palabras vertidas por mi amigo el actor español Ernesto Alterio, al que, como vimos varios artículos o episodios atrás -allá me remito- le ocurre exactamente lo mismo), lo que ocurrió después, decía, la Justicia Militar no me permite contarlo.

jueves, 10 de febrero de 2011

Sobre la Plenitud

Salgo a la calle a buscar la plenitud pero no sé ni qué forma tiene, ni qué color, ni si camina, si es móvil o inmóvil. Si le podré dar caza algún día, me pregunto. Qué es la plenitud. La plenitud nunca me explicaron qué es y yo a veces me descubro soñando con la plenitud o deseando soñar con ella y sobre todo deseando despertar con ella pero cuando despierto lo que descubro es que continúo soñando, es decir, que sigo a la caza o descansando en una esquina del cuadro del guerrero o, mejor aún, habiendo olvidado que yo deseaba la plenitud, o que un día sospeché que existía. Plenitud, plenitud, qué carácter, qué filigranas te montas, o no montas, yo sólo puedo imaginarte mas no dibujarte, que no tengo los lápices ni las tintas pertinentes a tal fin; ¡sí! Puedo, imaginarla puedo, fantasear con los senderos que conducen hasta ella, pero yo carezco de las botas de tacos afilados que me alcanzarían hasta cúspide semejante. ¡No! Entonces me digo que no puede ser, y casi como que olvido a la Plenitud. De la Plenitud alguna vez oí hablar, gente que la ha visto, gente que ha comido con ella, personas con quien convivió, alguien me dice, hace dos años: Estoy con Plenitud; otro pronuncia un comentario semejante esta última semana: La vi y la encontré a la Plenitud, ya la retengo. Yo a todos les digo: Pues yo ni rastro amigos, eso es lo que hay. Y en ese camino todavía me encuentro, un camino que empezó hace tanto que no sé, ya no recuerdo si lo recorro de ida o de vuelta, sin haber alcanzado jamás un destino. Ignoro, Plenitud, qué forma tienes, qué color, si eres móvil o no...

Y, exhausto, otra vez más me detengo, tras la infructuosa búsqueda, el camino sin término ni arcenes que es este pecio, me detengo, y busco alimento, colmar mis carencias, dar alivio a la opacidad, manto a...

Evitemos el pensamiento, pues. Busquemos distracción; algo prosaico tras toneladas de fraude, esta poesía exangüe, vamos a bajar la guardia, vamos a dejar "De la Plenitud" (nunca "Con la Plenitud")...

Y nos pondremos con un crucigrama, que es la versión disfrazada de algo, pero no me molestaré en pensar...

Y apunto estoy de completarlo.

Y a la postre queda la palabra 5, de 8 letras: "Apogeo, momento álgido o culminante de algo. Totalidad, integridad o cualidad de pleno", y soy incapaz de averiguarlo...

Y me veo obligado a abandonar, una vez más.

Ir a comer con Ernesto Alterio

Cuando yo tenía doce años mi padre se acercó hasta mí, depositó una mano sobre mi hombro y me dijo: "Fulanito, hijo, yo, tu padre, soy alcohólico, aunque llevo sin beber alcohol más de doce años. Esto te lo digo porque el alcoholismo constituye, tal vez, un lastre de carácter genético. ¿Qué quiere esto decir? Pues que es como la herencia que obtienes de mí, pero para el cuerpo, mas obligatoria, sin posibilidad de no aceptarla, sin beneficio de inventario, etcétera, y es una herencia que se obtiene al nacer uno, y no al morir el padre. ¿Qué quiero decir con esto? Lo que quiero decir es que, tal vez, tú seas alcohólico y todavía no lo sepas pues no has puesto a prueba dicha posibilidad. Al menos eso espero (que aún no hayas dispuesto tal posibilidad sobre la tela de juicio o el ring de la acción). ¿Y por qué te digo esto? Pues porque seas o no seas alcohólico, yo nada podré hacer por ti, tan solo el propio alcohólico puede poner patas arriba y patas abajo su vida, esto es, aceptar esa maldición y poner manos al asunto, coger el toro por los cuernos, el ciervo por la osamenta, tomar medidas. Es decir, que si tú, hijo mío, terminas por verificarte como alcohólico, mis consejos, admoniciones o reproches o los de tu madre de nada servirán, pues tú lucharás contra esa verdad desgraciada esperando lo mejor de ti". Y concluyó con un consejo que, a medida que fui creciendo y poniendo en práctica mi uso de razón, se reveló para mí como profundamente enigmático; me dijo: una vez comiences tu singladura, cuenta cada borrachera que padezcas.

A día de hoy he sufrido 197 borracheras -sólo cuento las extremas, aquellas de las que apenas conservo el recuerdo de la nada-, y creo que ya es suficiente.

Pero, al tema: ayer comí con Ernesto Alterio, el actor. Vino con dos amigas, suyas, no mías, aunque quizás hoy ellas ya me consideren un poco amigo, y nos fuimos a un restaurante situado en la manga de una montaña colindante con el litoral del Maresme. Nada del otro mundo. O sí. Me explico: cuando llegamos, en el local no había nadie. Al cabo de un rato salió un camarero que, sin abrir la boca, nos sirvió a cada uno el primer plato (delicioso) y más tarde y con idéntica puesta en escena nos sirvió el segundo plato (espléndido), y lo mismo se predica del postre (magnífico). Y desaparició para no volver a aparecer. Al terminar nos levantamos, y con total naturalidad y sin abonar cuenta alguna abandonamos el local parsimoniosamente. Recuerdo que montamos en el coche y que una vez en marcha, no sé, treinta segundos después tal vez, me giré y del inmueble del restaurante ya no había rastro, tan solo el altiplano pelado sobre el que se ubicaba.

Pero, al tema: ¿Qué me contó Ernesto durante la comida? Pues Ernesto me habló de taxis. La fantasía confesada de Ernesto es protagonizar el Taxi Driver español. Le agradaría rodarla en Madrid o en Barcelona. Pongamos por ejemplo que se rueda en Barcelona, le dije, la chica de la campaña política podría ser una niña bien de CIU ubicada en las instalaciones del partido en la calle Córcega. Mmm... emitió Ernesto, rascándose la barbilla. Ambos fuimos vertiendo ideas. Yo a Ernesto es la segunda vez que lo veo, nos hicimos amigos en la consulta del médico, yo iba a tratarme el priapismo (que todavía colea, aunque no me molesta, es más, ya lo tengo por uno de mis atributos), y parece que hicimos buenas migas. El tema de conversación me condujo -nunca mejor utilizada la metáfora- a mi intención de hacerme taxista, la cual había hecho extensiva hace un par de artículos o episodios en este blog. De hecho, me puse en acción y ya remití un buen número de currículums a través de internet desde la agencia matrimonial en la que en la actualidad trabajo. Se lo comenté a Ernesto. No le comenté, empero, que no tengo carnet de conducir. Lo cual es irrelevante pues sé conducir, y de los papeles ya me encargaré. Y no le comenté dicho extremo porque no soy una persona presumida.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Depeche Mode

Esta tarde, pronto, en la sobremesa, yo iba paseando por la Plaza Francesc Macià de Barcelona, e iba pensando (que es una actividad inevitable) en algo que una vez me dijo el escritor Tomás Thomas; me dijo: leer no es nada del otro mundo, pero es que no hay nada mejor que hacer, y rayos, el tipo tenía razón. Por otra parte, se trata de un escritor que ganó el Premio Agotamiento que otorga una famosa revista del ramo de la literatura por un cuento en el que invirtió doce años de su vida a tiempo completo, un cuento cuyo texto fue podando durante esos nueve o doce años, creo que fueron doce, una porrada, hasta reducirlo de los nueve folios que un día fueron su cenit a la medida de un párrafo. Y al párrafo le sobraba la mitad, es decir, tres líneas, me reconoció. Pese a todo Thomas estaba más que satisfecho pues había logrado acercarse, dentro de sus humanas posibilidades, a lo esencial. Y qué es lo esencial os preguntaréis (una preguntita bastante buena, pues, ¿eh, amigos?) En fin, Thomas recibió el premio, que era un diploma, recibió unos breves aplausos -la entrega del premio se celebró en una sala cuyo aforo era bien poco capaz-, ni un céntimo, por supuesto, ni la publicación del cuento -eso habría sido un insulto-, y se fue a casa. Y una semana después, por fin, lo internaron en un psiquiátrico, de donde no ha salido todavía.

El caso es que yo iba pensando en todo ese embolado cuando levanté la vista y a la altura del bar Sándor hallé ante mí a David Grahan, escoltado por el resto de componentes de Depeche Mode, los cuales iban todos vestidos íntegramente de negro, salvo Martin Gore, que iba de gris marengo. Se trata de un grupo de música cuyo trabajo yo admiro, es decir, un grupo con vida hasta 1991 tal vez, hasta Violator, por supuesto, y a cuyos restantes coletazos, que todavía perduran, humildemente yo Fulanito los considero estertores de moribundo, una larga agonía, mas ¿quién escoge su modo de morir? El caso es que toparme con todos estos tipos fue una sorpresa, qué duda cabe, pero yo tengo mi vida, ellos tienen su vida, levanté otra vez la cabeza y me dispuse a continuar mi camino, la senda de mi vida, mas cuál no fue mi sorpresa cuando descubrí que David Grahan y los suyos me estaban bloqueando el camino. Entonces levanté la vista una vez más y dije: "Tú eres David Grahan, ¿no?", y él respondió: "Afirmativo", y ahí se produjo un silencio que persistía en alojar mis dudas, mientras él seguía mirándome, y yo dije: ¿Me conoces? Y él respondió: Esa es una pregunta estúpida. Y yo dije, tal vez holgándome, holgándome sin duda: ¿Y cómo es que me conoces? Esa es otra pregunta estúpida, Fulanito, contestó David Grahan, que hablaba un castellano correctísimo, con un barniz de acento, no obstante, un barniz que no sé por qué pensé que le iba adecuado, y la verdad es que ya no me atreví a hacer más preguntas. Además, recordaba la conversación que tuve con Pete Doherty un par de artículos o capítulos atrás, a ella me remito. Yo dije: escuchad, Depeche Mode, como broma está bien, pero ahora voy a continuar mi camino.

Aunque no fue así. Nos hemos ido a un restaurante de comida rápida y nos hemos comido un helado sandee. Es cierto que ellos han dicho: Vayamos, Fulanito, a una cervecería de tronío, pero me he mantenido inflexible y nos hemos ido a comer un helado. Aún con todo, durante el refrigerio han estado muy simpáticos, contando chistes y todo. 

Después David Grahan ha recibido una llamada de Ewan McGregor (al menos eso me ha dicho a posteriori) y a media tarde nos hemos despedido, emplazándonos a contactar en breve, tal vez con Ewan McGregor también, ese tío es la pera, ha dicho David Grahan, pero esto último lo ha dicho en inglés, pues su castellano no es apto para tan específica coloquialidad.